CORAZON DE
LUZ, ALMA DE TINIEBLAS
Jose
Francisco Sastre García
Robert
Erwin Howard... Creador de mundos salvajes, semicivilizados, de universos donde
lo numinoso camina de la mano con la luz más prístina del amor, el valor y el
honor; mundos iguales al alma de su autor, un personaje dicotómico en el que el
corazón se dirigía por una ruta diametralmente opuesta a la que deseaba seguir
el alma. Sus personajes manifiestan unas personalidades distintas,
sorprendentes, fieles reflejos del carácter del tejano: la bravura indómita,
aventurera y honorable de Conan; la melancolía un tanto misógina y sombría del
rey Kull; el puritanismo a ultranza de Solomon Kane...
Un destino
ciego e inmutable le guió firmemente, sin el menor asomo de compasión, por un
camino tan pronto cuajado de crueles espinas como tapizado por bellos paisajes,
una senda gris que oscilaba continuamente entre el ocaso de un mundo luminoso y
el amanecer de un tiempo oscuro. Incapaz de romper el sino al que parecía inexorablemente
abocado, su propio carácter le impulsó en una carrera desenfrenada, huyendo a
veces de un amor exacerbado, a veces de un impulso aventurero incontenible e
irreprimible, cayendo finalmente en el abismo que parecía esperarle, acecharle,
prácticamente desde que nació. Y tal parece que así había de ser, ya que en
Howard se produjo un fenómeno tan curioso como trágico: por una parte, su
corazón se había volcado en un amor maternal que progresivamente fue
estrangulándolo en su obsesión hasta convertir un día claro y soleado en un atardecer
lleno de oscuras nubes tormentosas; al mismo tiempo su alma, aparentemente
oscurecida por su deseo de riesgo y aventuras, alivió en parte su espíritu al
alejar momentáneamente de su mente la obsesión maternal en la que se había
deslizado.
A pesar de
las huidas hacia delante en las que la luz y la oscuridad se entremezclaban en
una gris amalgama difícilmente distinguible, siempre debió saber en su fuero
interno que había caído en una red que él mismo había creado, en una telaraña que,
al moverse, atraía hacia sí al cazador que era él mismo, con un resultado
fatalmente inevitable.
Fue la
enfermedad de su madre el detonante de su final: la luz de su amor se oscureció
por completo, nublando aun su deseo de aventuras y envolviéndole en un capullo
de preocupación y malestar, provocando un patético problema que no pudo ser capaz
de resolver más que de la manera hacia la que le había guiado su oscuro
destino.
Por fin,
la partida de ajedrez que había mantenido durante toda su vida contra sí mismo
se resolvió en un único movimiento, tan dramático como inútil: sobre un tablero
en el que se había desdoblado en el rey blanco y el negro, donde las piezas
blancas parecían llevar una clara ventaja, la mano del destino apartó la reina
blanca, su madre, lo que provocó en el escritor un colapso definitivo. En un
arranque de irreflexiva resolución, arrojó ambos reyes y optó por abandonar la
liza. Sobre el tablero, entre las revueltas piezas, quedaron abandonados un
fajo de grises documentos que le convirtieron en inmortal.
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