sábado, 6 de diciembre de 2014

FINAL DE UN ESTRATEGA



              
             THE NEW LHORK HERALD TRIBUNE

                                              EL FINAL DE UN ESTRATEGA


Más Erre.- La batalla no iba nada mal. Teniendo en cuenta las fuerzas que se habían movilizado, el "petit gene­ral" consideró que podía reconquistar la gloria que le habían arrebatado en Leipzig.
Desde una colina, con su acostumbrada pose de introducir la mano derecha en el interior de su casaca, contemplaba impasible el despliegue de los ejércitos.
Napolhork Bonaparte no se podía quejar demasiado de sus logros: tras conquistar media Europa en batallas tan esplendorosas como las de Austerlhork, Marengo, Jena, Eylau y otras, había sufrido pequeños reveses como Wa­gram. Y lo de Leipzig consi­deró que no había sido más que la suerte, o quizás algún soplón del Círculo, que favoreció a sus enemi­gos.
Pero bueno, ahora estaba aquí, en Waterlhork, dando a los ingleses lo que se merecían; y aquel cretino del duque de Wellinglhork, que se había negado en redondo a reconocerle como el mando supremo del Círculo y ni siquiera había deseado unirse a él en la conquista del mundo, estaba recibiendo una buena zurra. Sus tropas habían sido obligadas a retroceder, y él mismo presentía la derrota que el "petit general" estaba a punto de infligirle.
Sin embargo, había algo que no le encajaba en aquel despliegue: su caballería se había batido bien, había obligado a huir a sus riva­les, y ahora remataba la faena. Pero se estaban alejando demasiado.
-Edecán, llama a la caballería de vuelta a su posición.- Ordenó.
Oyó la trompeta con sus órdenes, pero sus soldados no volvieron. Mirando fija­mente, vio que los dirigía alguien vestido totalmente de negro, un personajillo que vociferaba incesantemen­te. Le recordaba a uno de los miembros del Círculo, un recalcitrante que se dedica­ba a dar la murga a cual­quiera. Agitando en alto una espada, lanzaba la caballe­ría francesa contra la infantería de los ingleses.
Napolhork vio la derro­ta. Sin su principal arma, la caballería que le había dado tantas alegrías, estaba desguarnecido frente a un posible contraataque.
-¡Señor, nuestra gente se ha tropezado con los cuadros ingleses, y ha sido destrozada!- Le informó el edecán un rato más tarde.
Sus presagios se iban confirmando punto por punto. Alguien en el Círculo se había molestado por su afán de dominar el mundo y auto­proclamarse emperador y descendiente directo del gran Trados, y ahora se lo hacían pagar así.
O, quizás, Wellinglhork había ido a la cúpula con el cuento de sus comentarios acerca de la tardanza del nº 16 de la revista Lhork. En cualquier caso, era hombre muerto.
-¡Señor, la caballería prusiana está entrando en el campo!- Le informó el edecán precipitadamente. -Al pare­cer, su huida no fue más que una trampa para los nuestros y guiarlos a su destrucción. El ejército se está desmoro­nando.
Y era cierto: paso a paso, los franceses iban retrocediento lentamente hacia la colina desde la que Napolhork contemplaba la batalla que con tan buenos auspicios había comenzado.
-La suerte me ha aban­donado.- Murmuró por lo bajo mientras sus hombres eran aplastados por las tropas inglesas. Aquel duque remil­gado se la había jugado bien: era casi tan buen estratega como él, y le había hecho la vida imposi­ble en España. Aquella forma de luchar, ¿cómo la llama­ban? Guerrilla, o algo así. Eso no era noble ni caballe­roso. Tenían que haberse enfrentado a él en el campo de batalla, como es debido, pero no.
No tenía ya opción alguna: sólo le quedaba rendirse, y entregarse a la clemencia de sus enemigos. Ordenó a su edecán que diera las órdenes pertinentes para tal acto.
Con parsimonia, sin prisas, se sentó en la silla que el edecán había dispues­to para él cuando comenzó la batalla, sacando la mano del pecho con el nº 16 de Lhork.
Wellinglhork le encon­tró leyendo tranquilamente.
-Napolhork, siento que hayamos tenido que terminar así.- Le saludó condescen­diente. -Pero no te avenías a razones.
-¡Y un cuerno!- Se encrespó el francés. -Desde que entraste en el Círculo me has tenido envidia. Y no has parado hasta llegar a esto. ¿Acaso te crees mejor que yo para capitanear los ejércitos de Lhork?
-Míralo de esta manera.- Le sugirió el inglés con su flema habi­tual. -Ahora podrás descan­sar tranquilamente, con una buena jubilación y cobrando el seguro de tu ejército. Por que lo tenías asegurado, ¿no?
-Esto,... Se me olvidó.- Murmuró avergonza­do, mirando a cualquier sitio y silbando desafinada­mente.
Y así fue como el "petit general", Napolhork Bonaparte, murió pobretón  y asqueado en Santa Elena.
Jose Francisco Sastre García


Nota de la redacción: tras la anterior sorpresa de la escua­drilla de papel, habíamos decidido estar avisados y atrapar al Sr. Sastre cuando intentara colocarnos otro de sus aberrantes artículos acerca de esa supuesta conjura del Círculo de Lhork contra el mundo.
Y casi lo conseguimos: hace dos noches, mientras los vigilantes hacían la ronda, se coló en la redacción por los túneles de ventilación. Uno de los guardias le descubrió cuando se encontraba sentado en su antiguo ordenador, escri­biendo frenéticamente lo que acaban Vds. de leer.
Se disculpó diciendo que sentía nostalgia de la redac­ción, y que su equipo había reventado cuando intentó conectar­lo a un frigorífico para mantenerlo refrigerado, pues decía que se le calentaba en exceso. Inmediatamente el vigilante llamó a la policía, pero el Sr. Sastre consiguió zafarse de su apretón y salio corriendo. En su huida, se dejó atrás un zapato.
Esperamos que tal pista sea definitiva para llevar a cabo la detención de un loco peligroso que se dedica a beber LhorkRioja como quien bebe agua.

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