Más Erre.- La batalla no iba nada mal. Teniendo en cuenta las
fuerzas que se habían movilizado, el "petit general" consideró que
podía reconquistar la gloria que le habían arrebatado en Leipzig.
Desde una colina, con su acostumbrada pose de
introducir la mano derecha en el interior de su casaca, contemplaba impasible
el despliegue de los ejércitos.
Napolhork Bonaparte no se podía quejar demasiado de
sus logros: tras conquistar media Europa en batallas tan esplendorosas como las
de Austerlhork, Marengo, Jena, Eylau y otras, había sufrido pequeños reveses
como Wagram. Y lo de Leipzig consideró que no había sido más que la suerte, o
quizás algún soplón del Círculo, que favoreció a sus enemigos.
Pero bueno, ahora estaba aquí, en Waterlhork, dando
a los ingleses lo que se merecían; y aquel cretino del duque de Wellinglhork,
que se había negado en redondo a reconocerle como el mando supremo del Círculo
y ni siquiera había deseado unirse a él en la conquista del mundo, estaba
recibiendo una buena zurra. Sus tropas habían sido obligadas a retroceder, y él
mismo presentía la derrota que el "petit general" estaba a punto de
infligirle.
Sin embargo, había algo que no le encajaba en aquel
despliegue: su caballería se había batido bien, había obligado a huir a sus
rivales, y ahora remataba la faena. Pero se estaban alejando demasiado.
-Edecán, llama a la caballería de vuelta a su
posición.- Ordenó.
Oyó la trompeta con sus órdenes, pero sus soldados
no volvieron. Mirando fijamente, vio que los dirigía alguien vestido
totalmente de negro, un personajillo que vociferaba incesantemente. Le
recordaba a uno de los miembros del Círculo, un recalcitrante que se dedicaba
a dar la murga a cualquiera. Agitando en alto una espada, lanzaba la caballería
francesa contra la infantería de los ingleses.
Napolhork vio la derrota. Sin su principal arma, la
caballería que le había dado tantas alegrías, estaba desguarnecido frente a un
posible contraataque.
-¡Señor, nuestra gente se ha tropezado con los
cuadros ingleses, y ha sido destrozada!- Le informó el edecán un rato más
tarde.
Sus presagios se iban confirmando punto por punto.
Alguien en el Círculo se había molestado por su afán de dominar el mundo y autoproclamarse
emperador y descendiente directo del gran Trados, y ahora se lo hacían pagar
así.
O, quizás, Wellinglhork había ido a la cúpula con el
cuento de sus comentarios acerca de la tardanza del nº 16 de la revista Lhork.
En cualquier caso, era hombre muerto.
-¡Señor, la caballería prusiana está entrando en el
campo!- Le informó el edecán precipitadamente. -Al parecer, su huida no fue
más que una trampa para los nuestros y guiarlos a su destrucción. El ejército
se está desmoronando.
Y era cierto: paso a paso, los franceses iban
retrocediento lentamente hacia la colina desde la que Napolhork contemplaba la
batalla que con tan buenos auspicios había comenzado.
-La suerte me ha abandonado.- Murmuró por lo bajo
mientras sus hombres eran aplastados por las tropas inglesas. Aquel duque remilgado
se la había jugado bien: era casi tan buen estratega como él, y le había hecho
la vida imposible en España. Aquella forma de luchar, ¿cómo la llamaban?
Guerrilla, o algo así. Eso no era noble ni caballeroso. Tenían que haberse enfrentado
a él en el campo de batalla, como es debido, pero no.
No tenía ya opción alguna: sólo le quedaba rendirse,
y entregarse a la clemencia de sus enemigos. Ordenó a su edecán que diera las
órdenes pertinentes para tal acto.
Con parsimonia, sin prisas, se sentó en la silla que
el edecán había dispuesto para él cuando comenzó la batalla, sacando la mano
del pecho con el nº 16 de Lhork.
Wellinglhork le encontró leyendo tranquilamente.
-Napolhork, siento que hayamos tenido que terminar
así.- Le saludó condescendiente. -Pero no te avenías a razones.
-¡Y un cuerno!- Se encrespó el francés. -Desde que
entraste en el Círculo me has tenido envidia. Y no has parado hasta llegar a
esto. ¿Acaso te crees mejor que yo para capitanear los ejércitos de Lhork?
-Míralo de esta manera.- Le sugirió el inglés con su
flema habitual. -Ahora podrás descansar tranquilamente, con una buena
jubilación y cobrando el seguro de tu ejército. Por que lo tenías asegurado,
¿no?
-Esto,... Se me olvidó.- Murmuró avergonzado,
mirando a cualquier sitio y silbando desafinadamente.
Y así fue como el "petit general",
Napolhork Bonaparte, murió pobretón y
asqueado en Santa Elena.
Jose Francisco Sastre García
Nota de la redacción: tras la anterior sorpresa de la escuadrilla de
papel, habíamos decidido estar avisados y atrapar al Sr. Sastre cuando
intentara colocarnos otro de sus aberrantes artículos acerca de esa supuesta
conjura del Círculo de Lhork contra el mundo.
Y casi lo conseguimos: hace dos noches, mientras los
vigilantes hacían la ronda, se coló en la redacción por los túneles de
ventilación. Uno de los guardias le descubrió cuando se encontraba sentado en
su antiguo ordenador, escribiendo frenéticamente lo que acaban Vds. de leer.
Se disculpó diciendo que sentía nostalgia de la
redacción, y que su equipo había reventado cuando intentó conectarlo a un
frigorífico para mantenerlo refrigerado, pues decía que se le calentaba en
exceso. Inmediatamente el vigilante llamó a la policía, pero el Sr. Sastre
consiguió zafarse de su apretón y salio corriendo. En su huida, se dejó atrás
un zapato.
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