Erre.– Los dos inmensos ejércitos se observaban
fieramente: de un lado, las tropas del todopoderoso Alhorkandro Magno, el
macedonio que se había embarcado en una inacabable campaña de conquistas a lo
largo de todo Oriente; y del otro, los hindúes, con sus filas repletas de
elefantes.
Tras
la habitual interrupción para comer el bocata y parlamentar, la única solución
que habían encontrado ambos bandos, después de un furioso cruce de insultos y
galletas de chocolate, era la guerra, la dura e inapelable confrontación
bélica.
Y todo
por un tipo que había provocado la debacle de Persépolis, un tipo vestido de
negro, con una especie de tela anudada al cuello, y unos cristales oscuros
tapando sus ojos; había hecho un gesto raro con el dedo, pasándoselo por los
labios, y todas las mujeres de Darío habían enloquecido hasta el punto de
provocar una turbamulta que lo persiguió hasta las afueras de la ciudad,
intentando alcanzarle unos para lincharle y otras vaya usted a saber para qué:
tras su paso, no había quedado piedra sobre piedra, todo había sido asolado
como por un terremoto; y Alhorkandro había jurado venganza, por lo que había
enviado a sus exploradores tras los pasos de aquel desaprensivo, hasta alcanzarlo
en aquel lugar tan lejano.
Y
ahora, como las tropas que tenía frente a sí le protegían, se veía obligado a
combatir contra unos animales a los que no conocía y que le parecían auténticas
masas de carne capaces de hacer papilla a su ejército, que murmuraba nerviosamente
y protestaba por los bajos salarios que cobraban por hacer aquellas ingratas
faenas.
Militaba
en sus filas una hechicera de renombre: Morgana de Lhork, experta en cualquier
tipo de magia, capaz, según comentaban las malas lenguas, de convertir en mosca
de la basura a cualquier que se le pusiese pelma; y, para su eterno lamento,
una de sus mejores capitanas y luchadoras, Red Sara, lo había abandonado y se
había pasado a las filas de los hindúes, pretextando que tenía ganas de tomarse
unas vacaciones y aquél era un momento tan bueno como cualquier otro para
tomárselas. Como es de suponer, Alhorkandro se había puesto como un basilisco,
jurando en arameo y en swahili, asegurando que tendría su cabeza en una pica
expuesta en las murallas de Atenas.
La capitana
se le había reído en sus barbas, que ya tenían una semana después de las
forzadas marchas a que había sometido a sus hombres, y se había largado con
viento fresco.
Para
destrozar de una vez a aquellos fanfarrones que pretendían impedirle alcanzar al
tipo de negro (que, por cierto, andaba por ahí con una botella de algo que no
era vino y cuyo nombre resultaba raro, algo así como Martirio), mandó lanzar un
ataque en cuña de su caballería, esperando que sus enemigos cayeran bajo su
espada como el trigo bajo la guadaña.
Sin
embargo, Red Sara conocía sus tácticas, y sabía que su principal virtud para
vencer, es decir, la extravagancia en el combate que le había dado el nombre de
Alhorkandro, era también su máxima debilidad, y decidió aprovecharla en la medida
de lo posible: ordenó que los elefantes se separaran y les dejaran pasar entre
ellos, para intentar pillarles bajo sus enormes patas; todo hubiera ido perfectamente,
si Morgana, desde la retaguardia, no hubiese lanzado un poderoso conjuro de
ceguera contra los inmensos animales, que los hizo volverse locos de pavor y
comenzar a pisotear aquí y allá sin ton ni son, como si estuviesen bailando una
de esas músicas psicodélicas que tanto gustaban en los años sesenta.
-¡Por
la gloria de Lhork! –gritaba una y otra vez el general macedonio, lanzándose a
la carga continuamente, tratando de penetrar las defensas hindúes sin
conseguirlo.
En un
momento dado, pareció que los ksatriyas, recuperados de la ceguera temporal
impuesta por Morgana, tuvieron las de ganar, manteniendo a raya a las tropas
griegas, obligándolas a combatir con el río Indo a sus espaldas, gracias a la
magistral estratega que era Red Sara, pero una inesperada maniobra de los
macedonios los descolocó por completo: Alhorkandro miró hacia el cielo, y abrió
desmesuradamente los ojos.
-¡Mirad,
el sagrado Cetro de Trados desciende a nosotros! –gritó señalando algo.
Todos
los ojos elevaron su mirada en busca de lo que indicaba, aunque no vieron nada
más que un ala delta revoloteando sobre ellos, arrastrando detrás de sí un
cartel que decía “Beba Coca-Cola”.
La
siguiente orden fue volver a la carga: mientras estaban despistados, el equipo
de casa fue vapuleado a conciencia por los visitantes: hubo varios penaltis,
que el pichichi resolvió con pleno acierto, en el minuto 77 ya ganaban por
17-0... Huy, perdón, se me ha cruzado el programa del García.
Como
iba diciendo, aprovechando el desconcierto de las tropas hindúes, los
macedonios aprovecharon para atacar con fiereza, consiguiendo hacer retroceder
a sus enemigos, y avanzando hacia la capital de aquel exótico reino: la
resistencia había sido vencida, el ejército había huido como alma que lleva el
diablo, y el camino hacia el hombre de negro parecía expedito.
Pero
Alhorkandro no había contado con sus propios hombres: estaban descontentos,
sobre todo tras ver el anuncio del ala delta, y deseaban tomarse un refresco en
el disco-pub más famoso de la época, en Petra, el lugar más fresquito de todo
el desierto. De nada sirvieron los ruegos ni las amenazas del general, el
ejército comenzó a dar media vuelta y el macedonio, resignado, hubo de volverse
con ellos.
Durante
el regreso, Red Sara le alcanzó.
-¿Qué
tal la fiesta, colega? –preguntó, tendiéndole una botella de LhorkRioja.
-Psché,
podría haber sido mejor –se lamentó Alhorkandro tras un buen lingotazo de aquel
magistral reconstituyente-: no sé, me ha resultado demasiado fácil vencerlos;
el truco de la Coca-Cola
está ya muy visto, y a pesar de eso han picado como todo el mundo. Y tú, ¿qué?
Debería colgarte por traidora.
-Venga,
hombre –se defendió la capitana alegremente-. No seas tan quisquilloso, sólo ha
sido un truco para que la batalla no fuese demasiado aburrida: alguien debía
ponerle un poco más de emoción, porque, desde luego, si hubiésemos combatido
juntos, nos habríamos comido a esos elefantes con patatas en un abrir y cerrar
de ojos.
Alhorkandro
la miró pensativamente durante unos minutos.
-Bueno,
vale –admitió con un mohín de fastidio-: te lo admito. Pero la próxima vez que
quieras hacer algo así dímelo, o me enfadaré: recuerda que soy yo quien lleva
el Estratego y el Risk. ¿Está claro?
-Vale,
jefe –aceptó jocosamente la mujer-: ya estamos con lo de siempre. A veces
pienso que tu padre, Filipo de Macedonia, debería haberte educado un poco
mejor, en lugar de dejarte hacer lo que te vino en gana: eres peor que un niño
malcriado.
-¿A
qué no te dejo jugas más? –se irritó el general-. Mira que puedo echarte del
Cuadrado de Lhork, que tengo muchas influencias con el CIO.
-¿Tú
sólo? –se burló Red Sara.
The Pucelan
Brothers.
Nota de
la redacción: ¡Qué desesperación! No ya uno, sino dos, son los locos que nos
atacan con saña y alevosía, con premeditación y nocturnidad. Esta vez hemos
recibido la visita de una mujer que pidió hablar con el redactor jefe in person.
Le dio este desatino, y le aseguró que era la colaboradora del Sr. Sastre,
nuestro enemigo jurado desde los más tiempos más remotos.
Intentamos atraparla, pero,
misteriosamente, se desvaneció dejando tras sí una ligera voluta de humo. Si es
capaz de hacer esas cosas, ¿no se nos colará por la redacción cuando le venga
en gana? ¡Por Mitra y Lhork, por Crom y Asura, que esto es como para volverse
loco de remate! Nuestro redactor jefe, desistiendo ya de conseguir librarse de
esta plaga, se ha dado al LhorkRioja, y ahora ya no es capaz de distinguir un
ordenador de una silla, de ahí que, de vez en cuando, se nos escapen algunas
erratas sin importancia en los números correspondientes. Le hemos llamado al
orden, pero posiblemente habremos de llevarlo a Alcohólicos Anónimos y a una
terapia de choque para que consiga superar el trauma de haber conocido a “The
Pucelan Brothers”.
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