Erre.- Desde que la Gioconda había abandonado
a Lhorknardo Da Vinci, éste se había visto compungido y lamentoso cual perro
gimoteante. Entre ellos había habido algo más que una simple relación de pintor
y modelo, algo que era bien sabido por la sociedad de la época.
Y ahora, el pobre Lhorknardo andaba
como alma en pena, sin preocuparse de sus inventos ni de sus descubrimientos, pensando qué era lo que
había hecho mal, por qué aquella cruel mujer, o mejor dicho, aquella cruel
reinona, le había abandonado tras obsequiarle tantos años con su enigmática
sonrisa. El último día, tras una violenta discusión, había estado a punto de
romper su retrato, aunque, movida quien sabe por qué misterioso instinto, le
dijo a su ex innamorato unas extrañas
palabras: “Esto te lo dejo: más adelante, la gente sabrá de mi belleza y se
enamorará perdidamente de mí”. Lhorknardo no sabía a qué se refería, ni le
importaba un comino; lo único que quería era la Monna Lisa se quedara
junto a él, pero, al final, había huido al Tíbet con un apuesto y joven lama,
del que había confesado haberse enamorado tiempo antes.
Lo que más le dolía aquellos días
era que la fuga se había producido llevándose uno de los inventos del genio:
una bicicleta de dos plazas, algo que Lhorknardo había bautizado con un palabro
muy raro, algo así como “tándem”.
Había demostrado ser una buscona,
pero el apenado inventor seguía queriéndola con locura. Apenas comía, ni salía
a la calle a hacer footing o pasear al perro, y mucho menos a tomar copas con
los amigos, quienes trataban de consolarle y animarle, aunque sin el más mínimo
éxito. El hombre, desconsolado, había escrito incluso a alguno de aquellos
programas que por aquel entonces hacían furor, dedicados a desfacer entuertos
amorosos entre personas peleadas. Pero ni aún así pudo conseguir que el amor de
su vida volviera a él: en el programa le habían dado largas, diciéndole que era
normal, que un vejestorio como él, y además más pendiente de la cultura y del
arte que de mantener el amor con la mujer a la que deseaba, no podía ser rival
digno para un estulto joven, guapo, con un lamasterio de su propiedad en el
Tíbet y, además, muy versado en temas filosóficos y religiosos, siempre
envuelto en mantras, tulpas, y otros palabras mucho menos entendibles.
Al final, Lhorknardo se mosqueó lo
suficiente como para tomarse a pecho lo de llevar los cuernos con dignidad:
estaba dispuesto a quitarse como fuera unos apéndices que le obligaban a
agacharse cada vez que quería pasar por las puertas, y cansado de que, en la
calle, todo el mundo le señalara y se riera de él. Hasta el propio duque
Sforza, cansado de sus dislates (pues había llegado a extremos tan
inconcebibles como ridículos, y ya no se acordaba si se vestía o no, o llegaba
a increpar a cualquiera por un quítame allá esas pajas. Menos mal que el genio
no llevaba armas, pues, de lo contrario, la Humanidad habría tenido
un montón de inventos menos y una boca menos que alimentar), le advirtió que
aquella situación no podía durar más: El lloroso anciano, compungido, en un
lamentable estado, no daba pie con bolo, y cada vez que presentaba a su mecenas
un invento, éste se disparataba cual artefacto gnomo: si era un globo
aerostático, se pinchaba y llevaba a las pobres víctimas del experimento a un
viaje alrededor del mundo, con final vaya usted a saber dónde; si era un cañón,
reventaba en las narices del usuario; si un teléfono, la comunicación se
cortaba una y mil veces; si una televisión, la señal no llegaba lo
suficientemente clara y, encima, cogía los canales marcianos en lugar de los
italianos.
Así que Lhorknardo recibió un
ultimátum: debía volver a la normalidad, o atenerse a las consecuencias. El
duque le había presentado en varias ocasiones a varias de sus amigas, hermosas
damas que hubieran hecho las delicias de cualquier caballero de aquella época,
pero el genio no tenía ojos más que para aquélla que le había abandonado.
Finalmente, optó por llevar a cabo
el mayor de sus inventos: un aparato volador que imitaba a los pájaros, esto
es, que volaba a tracción animal, mediante la agitación ininterrumpida de sus
alas merced a los brazos del usuario.
Lo probó varias veces, con grave
riesgo para su integridad física, pero no conseguía que funcionara en
condiciones: primero fueron rasguños por todo el cuerpo, después una brecha en
la cabeza, a lo que siguió un brazo roto y aun un par de costillas hundidas.
Pero no se amilanó el inventor:
descubrió que lo que le faltaba a su invento era un impulso horizontal lo
suficientemente fuerte como para mantener el aparato flotando, así que se
dedicó a pensar concienzudamente hasta descubrir el motor de combustión.
Una vez conseguido su gran invento,
el avión, se dedicó a perfeccionarlo con pequeños detalles, mientras su mente,
maquiavélica, comenzaba a darle vueltas a un mefistofélico plan.
Cuando todo estuvo ultimado, puso su
aparato en marcha y viajó hasta el Tíbet, hasta la lamasería en la que tenían
su nidito de amor la Gioconda
y el lama. Apenas la tuvo a la vista, comenzó a abrasarla a base de misiles,
cohetes y fuego de ametralladora pesada, dejando caer en varias pasadas
tremendas bombas de nápalm que arrasaron el edificio de una esquina a otra. Y
cuentan las crónicas que mientras hacía todo aquello, se le podía oír gritar
como un energúmeno cosas como: “¡Toma esto, pendón verbenero! ¡Te vas a
enterar, santo de tres al cuarto! ¡Sal si te atreves, pendón desorejado!”
Al final, el lama respondió a sus
gritos y salió del lamasterio con un bazooka entre las manos, que apuntó
cuidadosamente y disparó, consiguiendo un pleno que le valió el grito de la Monna Lisa de
“¡Strike!”. Aún así, Lhorknardo se mantuvo en el aire, hecho que ocasionó la
inmediata intervención del colérico dios Yama, quien, cansado de ver las
vejaciones a que estaba sometiendo el inventor a su hijo bienamado, le arreó un
papirotazo que le arrojó del cielo dando más vueltas que una peonza.
Entre gritos de rabia y dolor (Se
cuenta que se le oyó una expresión que decía algo así como “¡Esto es un
infienno! ¡No siento las piennas!”), Lhorknardo cayó a tierra, quedando hecho
unos zorros. Del aparato aéreo no quedaron ni las varillas, y el lama, en lugar
de rematarlo, lo acogió como santo varón y le cuidó hasta que sanó de todas sus
heridas.
Lhorknardo se enterneció ante tal actitud,
pues, procedente de una tierra en la que se practicaba el ojo por ojo y el
pragmatismo estaba a la orden del día, y decidió quedarse en la lamasería y
rezar junto a su amada y su amigo.
Algún tiempo después, las
habladurías corrieron de boca en boca: se rumoreaban cosas sobre un ménage a trois entre tres hombres, sobre
que aquello no podía funcionar, sobre que el lama y Lhorknardo habían vuelto a
enzarzarse en nuevas peleas a causa de los rezos, que el genio quería modificar
a su antojo... Mas la realidad era que los tres tortolitos estaban
perfectamente avenidos, y que el inventor había conseguido, gracias a sus
inventos, que el lama consiguiera ascender en el escalafón a la categoría de
Dalai Lama.
Jose Francisco
Sastre García
Nota de
la redacción: una vez más, de nuevo con ustedes para comentarles la última
crónica de cierto personaje que se llama llamar periodista, articulista y otros
títulos de los que no ha oído hablar en su vida.
Creíamos haber encontrado la
solución para acabar con todos nuestros problemas: la redacción, al completo,
había sido minada de esquina a esquina, con aparatos de gran potencia, sin
dejar el más mínimo resquicio. El plano que indicaba la posición de las minas
era único y lo guardaba el presi en la caja fuerte bajo siete llaves.
Sin embargo, hace un par de noches,
el vigilante que tenemos contratado (Pobre hombre, lo que tiene que sufrir con
estos acosos por parte del Sr. Sastre), escuchó una extraña voz que provenía de
la sala principal de la redacción. Al asomarse, vio un espectáculo asombroso:
nuestro antiguo articulista, con un papel en la mano derecha y una botella en
la mano izquierda, se tambaleaba entre las minas antipersona, cantando a voz en
grito “¡Un pasito p’alante, un pasito p’atrás!”, mientras seguía el ritmo que
marcaba entre las minas. Al parecer, el papel que miraba tan frecuentemente, y
que dudamos seriamente que lo pudiera ver con claridad debido a la tajada que
nos dijo el vigilante que llevaba encima, era un plano de la colocación de las
minas. Había llegado ya junto a un ordenador, y se había sentado a escribir el
artículo que han tenido ocasión de leer con anterioridad. Cómo había podido
conseguir el plano, es algo que no conseguimos explicarnos, a no ser que
tengamos un topo en la redacción.
El guardia de seguridad, al ver la
situación, optó por no hacer nada: sin un plano del minado, era muy arriesgado
introducirse en la sala principal de la redacción sin volar en el intento. Así
que le dejó ir cuando terminó. Antes de salir por la puerta principal, se
volvió hacia nuestro empleado y se despidió de él con una voz tan gangosa que
apenas pudo entenderle.
¡Estamos hartos! ¡Queremos su cabeza
en una pica! ¡Queremos que se le crucifique en el desierto!
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